¡SANTIAGO! Y ¡CIERRA ESPAÑA!
Don Santiago Martínez Sáez es el autor de este “El Espíritu de la Evangelización en la Conquista de América”.

El autor me ha pedido que prologue y presente esta obra que el lector tiene en sus manos.
Con todo conocimiento de causa declaro que Don Santiago y su obra no requieren de presentación y menos de prólogo pleonástico; y mucho menos si tales escritos van calzados con la firma de este firmante.
Una vez más confirmo que el cariño, el afecto y la amistad son ciegos, y ciegos de remate, y tan lo son que aquí tienen ustedes a este cronista como a Poncio Pilato en el Credo; si, así ando yo entre evangelizadores y entre conquistadores, entre la cruz y la espada, en espera de no salir espadado ni menos crucificado, por haber la encomienda aceptado.
Yo considero que es mi obligación decir quién es para mí el autor de tan lúcido texto, y luego analizar, bien que en telegrama, el texto; bueno, pues el autor es ni más ni menos, que don Santiago Martínez Sáez, español hasta el tuétano y por generación; abogado de profesión; sacerdote por vocación; y señor, muy señor, todo un señor por convicción.
Don Santiago, parece que le veo, que le estoy viendo, ágil, nervioso, escrutador, condescendiente, amable, gentil, distinto, distante, reflexivo, elegante; atuendo entre clerical y notarial, entre Dios y César; frente despejada; ceja observadora; ojos traviesos, inquisidores, risueños, fríos, amables, duros, siempre según la ocasión; naríz recta como hija de su estirpe; boca fina; sonrisa en ristre, y rictus de mando; palabra fácil, puntiaguda, acerada, persuasiva, definitiva.
Pena mía, y muy grande, no ser El Greco o Tiziano para dejar un retrato que pudiera ser como le agradara a Don Santiago, quien dijera: adecuatio ad rem, o menor, adecuatio ad imaginem.
Si acepté hacerla de portero, porque no otra cosa me considero en la casa santigueña, fue porque ¿cómo se le puede decir no a Don Santiago, si es la persuasión personificada? Por ello dije sí; y ahora me toca cumplir, no queda otra.
A nadie debe extrañar que Don Santiago haya tratado como lo ha hecho el tema expuesto, para decir su verdad, y, con su verdad, la verdad de muchos.
Bueno es recordar que sobre el tema dual de evangelización y conquista se han escrito resmas y más resmas de papel y se han derramado barriles y más barriles, infinitos barriles de tinta; sobre conquista y evangelización han escrito todos los que de estas disciplinas han sabido, pero más lo han hecho quienes de tales materias todo lo ignoran.
Tengo para mí que, a la medida que alguien desconoce estos temas, más ha hablado de ellos.
Cuán fácil es y ha sido decir necedades sobre los “españoles”, sobre los “conquistadores”, sobre los “frailes”, sobre la inquisición” y sobre quienes con la espada o con la cruz, pero siempre con el aliento y el talento, lograron forjar —dije forjar, no figurar— una veintena de países cargados hoy de sus vicios y de sus virtudes, de sus virtudes u de sus vicios, más propios que sus apellidos y que sus suelos.
Quienes tal hacen no saben, o no quieren saber, o no pueden saber, que todo lo que escupan les rebotará en su sangre, en su carne, en sus huesos, en sus palabras, en su civilización y en su cultura si son hispanoamericanos, y en el honor de la verdad, en el caso que tengan la desgracia de no serlo.
Los que tal hacen son los ser-viles servidores de la leyenda negra, que a raíz de la conquista nació contra ella y contra quienes hacían un mundo de mundos a base de munderías.
Tan funesta ha sido la leyenda negra como la leyenda blanca, la primera por mendaz, la segunda por falaz; una y otra han sido igualmente nefastas!
No faltará inadvertido que de las dos leyendas pretenda hacer, en un ado tertium, la leyenda gris, solamente que la historia no es, no debe ser juego de colores; las cebras deben estar en los circos o en las praderas donde las ubicó la naturaleza; pero solamente las cebras se visten de una franja negra y otra blanca, de una franja blanca y otra negra; la historia no.
La historia no requiere de la leyenda, como la leyenda no necesita de la historia; una y otra se adivinan, se olfatean, pero no se conocen, y, si se conocen, no se tratan, porque cada una de ellas ha nacido y vivido en muy diferente dimensión; son como dos líneas paralelas que, por más que se prolonguen, nunca llegarán a juntarse.
La leyenda tiene por soportes la imaginación, a los poetas, a los cuentistas, a los novelistas y a los mentirosos.
La historia, en cambio tiene por soportes al historiador, al documento, al testimonio y a la razón fría.
La leyenda suele ser más bella que la historia seria, adusta y ecuánime.
La leyenda es para los muchos, la historia es para los pocos; solamente que estos pocos casi siempre tienen la verdad, en cambio los leyenderos casi siempre tienen la falsedad.
El texto de don Santiago Martínez no es una leyenda blanca ni gris; el texto santiaguino es una historia apretada y soportada de lo que fueron, cómo, por qué, para qué y por quiénes la conquista y la evangelización.
Nuestro libro es una historia, porque el autor, abogado al fin, a cada paso aporta pruebas que ha preconstruido en tiempo y en forma.
La abundancia de testimonios es una manifestación clara de que se desea sostener lo verdadero, y que, por lo mismo, se apuntala el edificio a exponer.
En el tema las pruebas abundan, más aún, logran una defensa en la que subyacen las súplicas y las réplicas, los agravios y los descargos, las excluyentes, las interpretaciones y los alegatos, todo encaminado a conseguir la sentencia absolutoria, aprobatoria o laudatoria de quien o quienes leyeren el tema tantas veces citado.
E el texto santiaguino hay rigor de pensamientos, hay rigor de exposición, hay fondo y hay forma; con habilidad el lector es conducido en tiempo y en espacio, por donde y hacia donde el autor quiere.
AL tratar la conquista vuelven a nuestra mente los hombres y las mujeres que un día abandonaron su patria, dejaron en ella a sus padres, a sus mujeres, a sus amigos, a su paisaje, sus árboles, sus animales y sus cosas, y, con la sola bendición progenitora y lo puesto, con esto y el ánimo en su sitio, nada más atravesaban el océano y así llegaban a las llamadas Indias a conquistar o a evangelizar.
Es muy fácil enjuiciar a los conquistadores y a los evangelizadores, sobre todo si se les juzga desde la perspectiva actual; después de todo, a moro muerto, gran lanzada.
Lo que el común de la gente no sabe, o no quiere, o no puede saber, es que el fenómeno “conquista” escuece a los españoles desde el momento mismo del descubrimiento, del topamiento, del encuentro o de la invención de estas tierras.
Fue Francisco de Vitoria, el insigne dominico, maestro de Salamanca, quien gritó a grito abierto que el emperador no era dueño de todo el mundo y que los hombres, todos, tienen inalienables derechos que nada ni nadie podrá legítimamente quitárselos ni conculcárselos; la voz del de Burgos, la voz de Francisco de Arcaya y Cumplido, era la voz de la España pensante y orante; era la voz que a través de las edades del mundo ha clamado, por inteligente y pro lúcida, contra los guerreros, contra las conquistas de ayer, de hoy y de mañana.
Mientras las naves iban y venían, dejando estelas como surcos de plata entre uno y otro continentes; mientras las espadas de los conquistadores se mellaban en las carnes prietas de los indígenas, en la España eterna, con voz de conciencia arrepentida, sin cesar gritaba el más grande jurista que: “La infidelidad no es impedimento para ser verdadero señor…”; “Ni el pecado de infidelidad ni otros pecados pecados mortales impiden que los bárbaros sean verdaderos dueños y señores, tanto pública como privadamente, y no pueden los cristianos ocuparles sus bienes por ese título…”; “El emperador, aunque fuese dueño del mundo, no podría por ello ocupar las provincias de los bárbaros, establecer nuevos señores, deponer a los antiguos y cobrar tributos…”; “El Papa no es señor civil o temporal de todo el orbe…”; “El Papa no tiene poder temporal alguno sobre los indios bárbaros, ni sobre los otros infieles…”.
En fin, en fin… según la España pensante y orante ni el Papa ni el emperador eran dueños de todo el orbe, ni tenían potestad sobre los infieles. Pero esto lo decía un fraile… un fraile que su posteridad conoció como Francisco de Vitoria…., mas, a decir verdad, este fraile fue un Quijote que también aró en el mar y sembró en el desierto, pues la humanidad, la de ayer y la de ahora, sigue pensando en imperios de mil años y en pueblos escogidos…, en destinos manifiestos… ¡Pobre humanidad!, en vano ha tenido humanos…
Fray Francisco de Vitoria no fue el único que gritó por la justicia y la injusticia, no; con él, antes de él y después de él atronaron con sus vozarrones los Las Casas, los Zumárragas, los Montesinos, los… los… los… y tantos y tantos olvidados, quienes no solamente gritaron, sino que se interpusieron, cuerpo martirizado, entre la espada y la cruz, y fueron espadados… y fueron crucificados.
Los indígenas jamás de los jamases dijeron lo que decían sus insignes defensores; cuando mucho compusieron algunos poemas, más que como enérgica protesta, como derrotada visión de vencidos.
Si los indígenas no protestaron fue porque ellos hicieron la conquista, como a su tiempo los blancos harían la independencia, y porque a los indígenas lo mismo les daba caer en el dilema, esto es, en el cuerno de los conquistadores, que en el cuerno de sus antiguos amos, con los nuevos, peor no les podía ir.
Entre los antiguos dioses, sedientos y hambrientos de sangre y carne humanas, los indígenas prefirieron al nuevo Dios, que por boca de sus evangelizadores hablaba de amor.
La protesta fue de los blancos y barbados, no de los cobrizos y lampiños; éstos se quedaron en los quejidos y en oponerse hasta perder la guerra; nunca gritaron con el derecho en la mano, con la justicia en el concepto, con la moral y con… nunca…. Por más mal que les estuviera yendo, no era peor que como por siglos les había ido.
La injusta, antijurídica, antimoral, antiética conquista se convalidó en la sangre, en los huesos y en la carne por el mestizaje, y en el espíritu por la cultura; y, quiérase o no, la evangelización fue parte integrante de ésta última.
Lo que nació como un pecado terminó como una virtud; en otras palabras, las heridas, las muertes, los desmanes y las lágrimas se trocaron en un nuevo pueblo: nosotros.
España, como toda la humanidad, es un mestizaje: a ella la engendraron iberos, celtas, judíos, fenicios, cartagineses, romanos, godos, visigodos, alanos, vándalos, suevos, moros, árabes y mil gentes más.
México e Hispanoamérica no tienen ellos solos el privilegio del mestizaje, el mestizaje se ha hecho, desde que la humanidad es la humanidad, mediante la irrupción de un mundo en otro mundo.
En nuestros virreinatos se decía que, para tratar a un burro, solamente lo podía hacer un indio; que para un indio, un fraile; y para un fraile, sólo otro fraile, con lo que se quería significar la labor evangelizadora, y, más que eso, los trabajos civilizadores y culturizadores de los religiosos.
Sin sus indios España solamente hubiera sido una nación más; sus indias, las nuestras, no hubieran sido lo que fueron sin España; pero nada de eso hubiera habido sin los trabajos temporales y espirituales de los misioneros y de los conquisteros.
Los misioneros le dieron el toque definitivo a la obra de los conquistadores; para pruebas, lo más fácil es encontrarlas a cada paso por toda América en los rastros de los Quirogas, de los Gantes, de los Duranes, de los Mendietas, de los Sahagunes y de los… y de los…, que sería el cuento de nunca terminar el querer declarar y aclarar el número y la calidad de estos preclaros varones.
Perdonen ustedes, señores lectores, y perdone Don Santiago el que este portero no haya advertido que el tiempo corre, que se va y no volverá; la verdad no me había percatado que la pluma mía no tiene derecho a extenderse en terrenos del vecino, pues eso sería quitar tiempo a los lectores, a quienes hay que dejarles que de inmediato se adentren en este sólido y lúcido estudio de dos temas tabúes, manoseados por unos, almibarados por otros, que hoy, para nuestra fortuna, son tratados por quien sabe y quiere, por don Santiago Martínez, quien, caballero a la vieja usanza, con su obra lanza el grito de guerra de los conquistadores:
¡SANTIAGO! Y, ¡CIERRA ESPAÑA!.