El sabio y el estúpido

El hombre moderno, bombardeado por los medios de comunicación y por las técnicas actuales de propaganda, tiende a convertir en verdades teóricas y en normas prácticas de conductas verdaderas aberraciones que no tienen nada que ver con las exigencias de la naturaleza humana (por ejemplo, para empezar, se prescinde del concepto de naturaleza, de la ley natural, del o natural, etc.). Hace suyas las opiniones que están en el ambiente, que él cree, ingenuamente, que son las correctas porque son las de los demás, las que ve en el cine o en la televisión, en los periódicos o en las revistas, sin detenerse a pensar mucho en si son o no son verdad. Para ello se requiere sabiduría, para lo anterior sólo estupidez.
El hombre sabio conoce, piensa, reflexiona, razona, pide consejo, cree, pero no es crédulo. En el mar de confusiones y de opiniones en que se debate la vida moderna camina con calma, no se precipita; practica el consejo del fundador del Opus Dei: «oír las dos campanas y si es posible, conocer al campanero». Es prudente, justo, templado y fuerte. Conoce y acepta sus limitaciones. Es valiente sin temeridad, no le asusta la incomodidad y no se deja arrastrar por el ambiente: lo conoce, lo comprende, pero lo orienta y lo ennoblece. El mal no le deprime; el bien le apasiona, le aprisiona y le enamora.
El estúpido no sabe que tiene alma, sólo glándulas. Ve, pero no piensa; oye, pero no entiende; toca, pero no siente. Su sensibilidad, al no estar purificada por la espiritualidad, está embotada por la sensualidad. Habla sin saber lo que dice, rie sin saber por qué. Se divierte, pero ignora lo que es la alegría, vive, pero no sabe lo que es la vida. Admite que la vida es ciencia, pero desconoce la ciencia de la vida. Vive “pegándose” a las cosas porque no sabe desprenderse de las mismas. SU vida no tiene finalidad porque desconoce el Fin de la vida.
No conoce la Trinidad cristiana porque sólo cree en la trinidad humana: poder, tener, placer. Es “su” trinidad, de la que vive enamorado sin saber lo que es el amor y sin saber amar.
Buscando plenitud encuentra esclavitud. Cree que puede lo que no puede, cree que tiene lo que no tiene; buscando el placer sólo encuentra el displacer.
El fin del estúpido es el sexo, la droga o el alcohol. Ese es el término de sus esfuerzos si la misericordia de Dios, con su gracia, no le envía el rayo de la sabiduría que disperse las tinieblas de su estupidez.
Santo Tomás escribe citando a S. Isidoro: “El estulto es aquel a quien la estupidez impide moverse”. Mientras que la palabra “sabiduría” deriva de “sabor”, porque el sabor puede discernir el valor de las cosas y de las causas, así como el sentido del gusto aprecia el sabor de los alimentos, la palabra “estulticia” viene de “estupidez” porque en lugar de un sentido sutil y perspicaz tiene un sentido obtuso y entontecido que lo hace inepto para percibir las cosas divinas. Y ella es la que hace al “hombre animal” (I-II, q. 46 a. 1-2).
Es bien sabido que una de las diversas acepciones que Santo Tomás da de la Sabiduría (la divina Sabiduría o segunda Persona de la Santísima Trinidad, una forma de ciencia, la ciencia de los primeros principios; un acto que equivale a la prudencia) es la de “habitus” que se opone a la “stultitia”; es decir, la disposición permanente que nos mueve a no obrar como estúpidos. El estúpido suele ser –mejor dicho, creerse- autosuficiente. Pero nada hay tan inútil como la ilusión de ser autosuficiente, porque es falsa. El hombre, por sus propios medios, puede conocer muchas cosas; esto es innegable. Pero ese conocimiento requiere su tiempo y esfuerzo, y es verdad incuestionable que no puede esperar a que le llegue la sabiduría. Su vida ya está en marcha. Tiene que saber a qué atenerse desde el principio, porque desde el principio necesita saber para vivir. Esa sabiduría no nos la podemos dar a nosotros mismos y muchas veces tampoco nos la pueden dar los demás: tiene que proceder de Dios, que es la Sabiduría infinita. Hemos de empezar a recorrer el gran camino de la existencia con la sabiduría que nos viene de Dios (Revelación) para terminar poseyendo la que nace de la vida con el esfuerzo de nuestro conocimiento y el ejercicio de nuestra voluntad.
En Santo Tomás hay una clarificación de conceptos: la sabiduría tiene por objeto verdades absolutamente últimas; la ciencia, verdades supremas en un determinado género de conocimiento; la inteligencia es el hábito de los primeros principios. Entre las virtudes intelectuales la sabiduría ocupa la cima, tanto objetivamente, como saber (sistema de verdades), como subjetivamente, como hábito especulativo, porque la sabiduría contiene la inteligencia y la ciencia, puesto que juzga de los principios que son objeto de la inteligencia así como de las conclusiones de la ciencia. La ciencia implica certidumbre del juicio; en tanto que supone, como veremos, un conocimiento por causas. La ciencia es así una sabiduría aminorada. También se distingue del entendimiento, cuyo nombre significa conocimiento íntimo, profundo, a fondo (de intus-legere, como vimos). Ahora bien, al entendimiento pertenece penetrar y captar la realidad de las cosas; a la sabiduría, formar sobre ella un juicio recto (cfr. S. T., II-II,q. 8, a. 6).
Para santo Tomás: «Lo verdadero se puede considerar de dos modos: en cuanto que es patente por sí mismo (y abre el ámbito de la principiación) y en cuanto es patente por otra cosa (y abre el ámbito de la suposición)». Según el Santo: «En orden a las verdades que son últimas no en absoluto, sino en este o aquel determinado género de verdades cognoscibles, es la ciencia la que perfecciona a la mente» (S.T., I-II, 57, 2).
Pertenece a la ciencia considerar los principios de la demostración al mismo tiempo que las conclusiones. Pertenece a la sabiduría considerar las causas supremas: «juzga y ordena rectamente acerca de todas las verdades, porque no puede darse un juicio universal y perfecto a no ser por resolución en las primeras causas» (ibidem). «La sabiduría es ciencia en el sentido de que posee lo que es común a todas las ciencias: una demostración de conclusiones partiendo de principios. Pero puesto que posee algo propio y superior a las demás ciencias, en cuanto juzga de todas ellas, no sólo de sus conclusiones, sino también de sus primeros principios, es una virtud esencialmente más perfecta que la ciencia» (ibid.). La sabiduría contiene el intelecto y la ciencia: «ya que juzga de las conclusiones de las ciencias y de los principios en que se basan» (ibid.).
Sigue diciéndonos el Santo: «La sabiduría, en tanto expresa la verdad acerca de los principios, es intelecto; y en tanto conoce las cosas que se derivan de los principios, es ciencia» (In Metaphy., VI, 6). Para Santo Tomás la ciencia es hábito cognoscitivo que perfecciona al entendimiento (ratio inferior); la sabiduría, en cambio, perfecciona a la razón (ratio superior). La razón y el entendimiento no son dos facultades distintas, aunque se distingan por el ejercicio de sus actos y por sus diversos hábitos: «pues a la razón se atribuye la sabiduría y al entendimiento la ciencia»